El mar iba y venía, dejando regueros de espuma que a él le recordaban a la cerveza. Inmediatamente mojó los labios en la lata, que ya estaba vacía. De hecho llevaba mucho tiempo vacía. El calor era insoportable y la tierra quemaba pero ya se había acostumbrado. Pensó en las novelas de náufragos y cómo enloquecían en esas playas paradisiacas que para muchos son destinos turísticos y para otros cárceles abiertas al mar.
Suspiró y lanzó la lata al mar, que volvió a escupirla, como siempre, como cuando él había intentado huir con una barca hecha con trozos de madera. Sin duda estaba loco ya, porque volvió a coger la lata y a darle un sorbo.
Seguramente no recordaba el día en que decidió hacerse náufrago. Ni cuando salió de casa, cogió el coche y se dirigió a la costa más cercana. Ni cuando rompió la ropa que llevaba hasta hacerla jirones. Tan sólo recordaba su playa, porque en realidad era todo lo que tenía. Tal vez no había encorado contra un arrecife haciendo pedazos el barco del que era capitán. Simplemente todo él había encallado en un lodazal, su trabajo, su familia, sus amigos, no eran más que los tripulantes de aquel barco que decidió dejar atrás. Porque era mejor tener una isla a la que poder llamar suya, que una vida a la que no poder llamar vida. Y sí tal vez había enloquecido, y sí, a tan solo veinte quilómetros de allí pasaba la autopista, pero él tenía su isla, y por más que intentara huir en sus tablones, se alegraba cada vez que el mar le devolvía, al igual que a la lata.
Mientras el Sol lo miraba desde arriba, preocupado porque esa noche había fiesta en el cielo, pero a él no le dejaban nunca salir hasta tarde.
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